La tarta de cumpleaños de Pablo siempre era de fresas y nata. Que en marzo es temporada. A tres pisos, sobre tres bizcochos redondos y planos. Del Lidl. Así humedecidos con almíbar. Y un acabado superior donde las fresas mantenían sus hojitas verdes, para cogerlas mejor.
Mi tarta, era la de chocolate. Sin abuela. Con galletas y natillas de las que se repetían y lambía la tapa, que se quedaba pegada en el mentón. El mejor piso era la de arriba. Con el brillo del chocolate que se queda duro. Y los lacasitos. Ay, los lacasitos. Esparcidos de manera simétrica desde sus envases cilíndricos. Que encajaban en los dedos. Con sus colorines. Con sus letras y combinaciones. Con su desteñido de nevera el día siguiente.
También me gustaban las esquinas de la fuente de horno de la tarta. La del pollo los días de no cumpleaños. Con el limón por el culo. Y es que en esas esquinas no encajaban las galletas, y el reto consistía en introducir la cuchara sin que no se notase. Como cuando solo queda un trozo en la nevera y eres el cobarde que no avisa. O el espabilado. Como al calcular el trozo con figurita en el roscón de reyes. Aunque siempre acabes con la habichuela.
Ahora, ya no me gustan los cumpleaños. Que la vida de mayor los hace imposibles e insuficientes. Y que es mejor no arriesgarse, por si sale mal.
Quizás en 2021 me apetezca estar de cumpleaños. Y si es así lo celebraré, pero por la tarta.
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