Pepe me había invitado a comer. Y yo esperaba a la mesa comiéndome todo el pan, viendo La ruleta de la suerte. Sintiéndome culpable.
Salió de casa para coger laurel. Para los percebes, claro. Y por eso cuando La gran nube apareció, solo se la encontró él. Y gritó tanto de la sorpresa que me asusté de verdad. Y salí corriendo.
Pepe, había encontrado una nube bonita bonitísima. La más bonita de todas. Blanca y pura. Y olía a los rayos de sol de después del invierno.
Pensé entonces que quizás yo ya había visto esa nube. En los ojos de Pepe, en los barcos del muelle, en la luz del faro. Pensé que esa nube estaba en los remolinos del agua cuando se mueven los pies. En la espuma sólida guardada en la orilla. En la caracola que alguien escuchó y quiso sentir el mar. Y entonces fue posible.
Pensé que quizás esa nube ya lo había visto todo, hasta lo que nunca sucedió. Que yo no querría ser nunca nube. Para no llorar a mares. Para no saber tanto de agua.
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